Ayer me reuní con un grupo de amigos y amigas para disfrutar de esa noche. Llevé también a mis sobrinos y como siempre, gracias a los niños, consigues adquirir una nueva visión de las cosas... o si no nueva, al menos recuperada, ya que fui niña y en algún momento debí sentir la emoción y el asombro que supone a ojos de un niño, la visión de una gran hoguera que crece hacia el cielo y cambia a cada momento. Resultaba difícil apartarlos del recinto; no importaban las razones que se esgrimieran: “hace mucho calor” “cae mucho hollín” “vamos a oler a carboneros”... ellos seguían apuntando con su dedo hacia la llama, para volver, para admirarla.
Alguien comentó: “ hace años nos peleábamos con el barrio de abajo para ver quién hacia una fogata más grande; y nosotros les robábamos a ellos y ellos a nosotros”... Había olvidado aquello, es cierto. Y recorríamos los portales y llamábamos a los vecinos para conseguir trastos que echar a la pira, y alguien incluso nos daba algún dinero y con él la noche de San Juan hacíamos chocolate con churros y aquello era una fiesta.
Ahora nos hemos modernizado. El barrio se ha convertido en muchos barrios, y no sólo hay chocolate, sino pintxos de talo con chorizo y una carpa con un grupo de música.
La tarde fue estupenda y a la vuelta, por el largo camino a casa, en el aire flotaba el olor a quemado; el humo de numerosas hogueras impregnaba el cielo aquí y allí y la noche fue llegando por fin, cargada de hollín y quién sabe si de algunos conjuros mágicos.
Y sí, llegamos oliendo a carbonero.
